[Lo que sigue es el texto que Munir leyó en Motown el domingo pasado con motivo del cierre de la gira de Los escritores bárbaros]:
Buenas noches. Antes de nada, quiero
decir que espero que a nadie le importe que lea en tipo de letra
Georgia tamaño 12 interlineado 1,5. Gracias.
La pregunta sería cuál es la
pregunta pero mejor dejar eso de lado e ir al grano: la pregunta
es: ¿qué ha pasado hasta aquí?, y mi respuesta es la
siguiente.
En esta semana –y si me hubieseis
preguntado el lunes habría podido jurar que no iba a sobrevivir
hasta el domingo– nos han hecho la pregunta varias veces.
Bien. Los escritores bárbaros nacimos, sí, pero no con la
misión de difundir la cultura escrita (como solemos repetir
en cada una de las peticiones de fondos que jamás nos conceden) y
tampoco –creo– con la intención de alcanzar la fama (y perdón
si hablo por mí, pero es que a mi tutor legal le ha dado un infarto
y yace muerto en mi bañera). Simplemente pensamos –pensé– que
teníamos al menos tan poco que decir como todos aquellos que
abren la boca y a quienes tanto admiramos. Hablo de Fresán. Hablo de
Proust y de Cervantes. Hablo de Parra y de Vallejo.
Nuestra primera guerra la fundamos Loro
y yo en una diminuta pieza del barrio de San Telmo donde –dice
Gema– yo escribí mi obra culmen (culmen, lo crean o no, no lleva
tilde) desde la que mi literatura no ha hecho sino caer en picado hasta hoy, y
consistía –nuestra guerra– en demostrar que había otras
formas de leer y que no existe una lectura buena así como –creo–
no existe una verdad o un bien o un dios para todos los humanos. Yo
amo la duda sobre todas las cosas: la literatura son dos enormes
signos de interrogación con un espacio blanco en medio. Un espacio
de cientos de años. ¿Habrá algo detrás de ese enorme espacio en
blanco? ¿Siglos de tradición? ¿Siglos de cadáveres? ¿O no habrá
nada? ¿O no habrá nada? (¿Habrá dos mexicanos meando en una taza?
¿Habrá –tal vez– una caja de Orfidal? Ya hablaremos de
eso luego). El caso es que pronto descubrimos –era inevitable–
que eso ya estaba dicho, y no sólo dicho sino refutado y luego
rescatado con el prefijo neo- y luego vuelto a superar; pero igual
seguimos adelante. Porque lo amábamos. Amábamos las tardes
discutiendo sobre literatura al borde de una taquicardia producida
por más mates de los que ningún médico en su sano juicio se
atrevería a recomendar. Esa guerra se llamó ¿qué hay detrás
de la ventana? y hoy se llama Los lectores bárbaros y
este texto casi podría ser un poema si yo lo leyese en verso. Sí,
todo empezó con una labor tan intelectual como la de hacer crítica,
y la poesía fue después. Y se hizo la poesía. Se hizo la
poesía aunque para aquel entonces ya todos la hacíamos y lo
hacíamos con ella y lo que creamos más bien fue un espacio de
reunión, un espacio negro y naranja en el que Vade Retro convive con
Góngora y Pablo Cortina con Radovan Karadzic. Lo llamamos –ahora
sí– Los escritores bárbaros, y la única regla fue: no
habrá ningún jefe.
Aunque muchos pensaron y siguen pensando
que Julio es nuestro jefe, tal vez porque es el más alto y en la
cultura occidental ya se sabe, o tal vez porque en nuestra primera
reunión fue designado Relaciones Púbicas, es decir, cabeza, cabeza
visible y a veces pensante y a ratos de turco, pero cabeza, no jefe.
Ni siquiera líder. Ni él, ni yo, ni nadie. Antes disueltos (y
sigo hablando por mí), antes disuelto en ácido sulfúrico,
entonces, como un Mickey Mouse cualquiera. Nosotros –repito– no
tenemos jefe.
Pero Julio se va. Julio se va y –claro–
eso es una prueba. Julio –como una cigüeña que hubiese olido el
invierno que llega– viaja al centro de Europa que –si olvidamos
China– es casi como decir el centro del mundo, atraído por el amor
o la aventura o la libertad o el currywurst, no lo sé. Y eso,
para cualquiera que haya sacado las conclusiones inevitables, puede
significar dos cosas: o nos han decapitado o/y nos hemos vuelto
invisibles. Eso quedará –sospecho– en manos de nuestro Komando
Madrid (Gema, Víctor, Inés, Carmen, Luis (que se va), etc.–. Yo,
personalmente, podría decir que he amado a Julio con la destreza con
que las abejas aman a la flor del brezo y como la albahaca ama al
otoño que viene a asesinarla, o podría decir que le he odiado con
la indolencia con que todos nos odiamos a todos alguna vez en la
vida. Pero lo que diré, no obstante, es otra cosa. Creo que en algún
momento entre los doce y los catorce años (y no lo llamaré paladar)
todos nos convertimos en poetas frustrados. Sobre todo los poetas. Y
Julio también, claro, no os voy a engañar; pero mucho menos que
todos los demás.
En este punto creo que es justo hacer
una apostilla sorprendida por el hecho de que el grupo no se haya
disuelto aún. Decía House en un capítulo que su equipo cambiaba
tan a menudo porque estaba formado entero por personalidades tipo A.
Los escritores bárbaros (lo que la gente llama los
escritores bárbaros) somos un puñado de tipos A. ¿Cuánto más
duraremos? No lo sé, pero sé que tenemos la solidez de una ráfaga
de viento: hacemos equilibrios sobre un detonador.
Y ahora tengo que decir lo consabido:
que nos mandéis poemas para el blog; que cerréis los ojos de vez en
cuando; que nos enviéis vuestros relatos o ensayos; que no miréis
al abismo; que hay un cuarto para vosotros en nuestra casa.com; que
aquí vivir es contener el aliento && pasar de largo; que si
queréis publicar hemos hecho una editorial que más que una
editorial es una letanía suicida; que ebediziones con “be” y con
“zeta”; que nos mandéis vuestros relatos para el concurso (el
premio son 70€ y cada día un poco más); que nosotros no creemos
en la aparente transparencia del vidrio y, por supuesto, que tenemos
nuestros libros a la venta ahí, en el puesto...
Y también Iride, claro, que nos quiso
hacer creer que se llamaba Gonzalo pero que ahora sabemos que sí,
que se llama Iride y que escribe mejor de lo que él o ella mism#
jamás podrá llegar a advertir o imaginar;
o Vade Retro, que hoy no está afónico
pero que no va a leer porque no le sale de los cojones, aunque eso
signifique no vender ningún puto libro, que no va a leer como un
antiDalí que defeca sobre el símbolo del dólar, como alguien que
sabe que lo mejor para acabar con un buen texto literario es conocer
a su autor;
y Gema, claro, Gema, que se hace una
marca en las bragas cada vez que provoca una erección recitando,
Gema, que vive como una borderline del otro lado;
y Carmen, que no sabía que escribe
poesía pero que la escribe, la escribe con la incertidumbre
necesaria (sí, porque hace falta incertidumbre, porque amamantamos
el embrión de la duda con el amor de una madre con síndrome de
Munchausen porque sabemos que las grandes certezas han sido las
progenitoras de todas las guerras);
o Inés –de la Higuera– a la que
todos abrazamos cada vez como si fuese la última, Inés, que me
plagiaste un poema;
o Lluïsa, que escribe en su propia
lengua (a veces literalmente);
o Loro, que está dispuesto a consumirse
como el papel de un cigarro o como un paquete de Literamita o
Dinatura bajo la fuerza destructora de una llama, con tal de seguir
luchando un día más;
y Luis, claro, aquel cuya voz hace ley,
aquel que leerá para todos nosotros la nueva constitución el día
en que aceptemos al fin que para escribirla primero nos tenemos que
arrancar los ojos;
o Inés –Merello–, que está
dispuesta a leerse todos los libros de Bordieu y Calinescu con tal de
no aceptar su trágico destino de poeta;
y José Ilarraz, claro, cuyo enorme
talento está encerrado en un sólo poema...
y Batania, y
Pepe Ramos, y Pablo Cortina, y Olaia Pazos y cada uno de vosotros y
cada uno de todos ellos.
Me están empezando a flaquear las
hechuras del alma pero tranquilos, nadie me verá llorar.
Somos y somas –nos guste o no– el futuro de la literatura, que es
como decir el futuro del mundo. Y el mundo está hecho de palabras
(supongo que eso ya lo sabíais). Por eso, hemos decidido elegir las mejores,
no las que más nos gustan sino las mejores, las que rebotan más
lejos cuando las lanzas contra una pared o las que una vez
traspasaron un horizonte de sucesos y han vuelto. Sólo ésas valen.
Palabras como perenne, no como élitro; como helipuerto,
no como frontispicio; como lluvia, y no como
clorofluorocarbonos. Empiezo a recordarme a mí mismo al Predicador.
¿¡Dónde estás, Predicador!? ¿Estás llenando el mundo de
palabras?
Pero ya basta. ¿Por qué me dejáis
construir una ciudad en vuestros tímpanos?
Hacer literatura es hacer mundo. Os paso la palabra.
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